Rufino Tamayo pretendió —y logró— que la pintura mexicana contemporánea alcanzara su justa y necesaria dimensión global. Él mismo colocó la piedra de ángulo en la construcción de aquella trascendental empresa. No lo hizo en solitario. Muchos fueron los continuadores de ese proyecto, cuyo aliento llega hasta el día de hoy con una fuerza de multiplicada identidad.
Fulgencio Lazo pertenece a esta amplia generación que le precedió al pintor oaxaqueño y desde algún lugar del mundo quemó las naves para reivindicar su cultura e interpretarla mediante los instrumentos del encanto: la pintura y sus inagotables bordes.
Alejado de la referencia convencional o meramente autóctona de sus raíces, Lazo ha logrado imponer un discurso pictórico de amplitud estética y fuerza argumental para exponer su autenticidad como un hijo de la tierra que por bendición le tocó nacer en Oaxaca y por misión llevar ese complejísimo espíritu cultural a otras geografías.
Espíritu que se ensancha y reverbera como una larga sinfonía multinacional. La rama materna en la genealogía de Lazo procede de un lugar llamado Yalalag, palabra zapoteca que, por decirlo así, en su etimología lleva marcado el destino del pintor: Cerro que se desparrama.
Ese desparramamiento simbólico es la parte visible de un fenómeno migratorio interminable entre dos países: México y Estados Unidos. Uno, el país de mayor expulsión migratoria del planeta y otro, el mayor receptor. La retroalimentación es inevitable.
En este sentido la pintura es la nave de los argonautas que mejor trasporta el arte, el folclore, la historia, y además lo hace con la mayor de las noblezas porque utiliza las facultades más espléndidas de la naturaleza humana: virtud, arraigo, empatía, ofrenda, lealtad.
Fulgencio Lazo oficia como un hacedor de brújulas y atlas que conservan el rumbo, la claridad y lleva en su pintura registro de los rasgos ordinarios o más recónditos de nuestra comunidad.
Su obra se ha convertido en un canal de comunicación que expone un profundo sentido de pertenencia social, una emancipación contra la desmemoria y que trae a cuentas la conmemoración de un pueblo que casi, antes de todo, le chinga.
Por esa razón parte de su proyecto pictórico está enfocado al tema del trabajo familiar, en particular el de los tejidos en telar y sus variantes. En estos pueblos se trabaja desde niño, primero pegando botones, y así, con los años, hasta poder lograr una prenda completa. No hay otra. Esas son las historias contadas en la pintura de Lazo.
Con todo, su pintura da un vuelco al regocijo. Es algarabía constante, una que fulgura como chisporroteo para ensalzar la cuna de origen. Sus cuadros son ventanas superlativas a la alegría, aunque también exhiben los temas de la dispersión, los encuentros y de la vital pertenencia/permanencia de lo que somos.
Es la crónica visual de un artista que logra el cometido —de enorme responsabilidad— de representar una hermandad cultural sin prejuicios, al mismo tiempo que levanta un indestructible muro contra las bestias del olvido.
E. Saavedra
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